Jonathan Rovner para La Nación – 19/12/2018

Hace casi veinte años, cuando todavía era una especie de moda, medité por primera vez. Poco dispuesto a los rituales, con el umbral del dolor muy bajo y la cabeza llena de pájaros, apenas si habré aguantado quince minutos en la postura indicada. La doctrina, en cambio, la idea del ser humano y su lugar en el universo, según se expresa en el budismo zen, me quedó para siempre. Esta vez decidí acercarme al Dojo de Buenos Aires y tratar de hacer las cosas un poco más comme-il-faut.

El zazen, la meditación ritual del budismo japonés, consiste más que nada en sentarse sobre un almohadoncito, con la espalda bien derecha y las piernas cruzadas -totalmente cruzadas, o sea: los pies encima de los muslos, las rodillas tocando el suelo- y durante una hora concentrarse en lo único que necesariamente ocurre: la respiración. El za es la posición del cuerpo y el zen, la de la mente. La concentración pura en el aquí y ahora. Es, según sus adeptos, la condición natural de la existencia. Eso otro, que damos en llamar la vida y el mundo, hecho de recuerdos y proyectos, no sería más que una alucinación, el producto de un estado de conciencia alterado.

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